GUARDIANES






     Volviendo de viaje recientemente, y distrayéndome con todo lo que veía a través de la ventanilla del coche, apareció ante mí un largo camino de cipreses que salía de un pequeño pueblo y que iba a morir precisamente en el cementerio. Un cementerio pequeño, discreto, que por el progreso y las autovías se ha quedado al descubierto para los miles de ojos curiosos que, como los míos ahora, lo escrutan. Más con indiferencia que con curiosidad y respeto, todo hay que decirlo.
    He pasado cientos de veces por este sitio pero hasta el otro día no me fijé con atención en esos cipreses. Impone verlos en medio de esos campos de trigo rotos interrumpidos por carreteras, ruidos de coches y camiones, humos y atascos en puentes, vacaciones, y otras circunstancias. Sobrios, elegantes y silenciosos, me sobrecogieron.
    Y hoy en día, que hemos deshumanizado no sólo la vida sino la muerte también, esos árboles me parecieron los restos del estrepitoso naufragio de la dignidad y la sencillez, de la vergüenza y el silencio respetuoso por los vivos y por los muertos.
    Cuando alguien muere en uno de estos pequeños pueblos, su último viaje lo hace a hombros de sus seres queridos, desde su casa hasta estos pequeños cementerios, por un camino flanqueado por estos cipreses que lo guardan y escoltan. Protegen del sol en verano y de las heladas en el invierno, haciendo que el cortejo que va a pie tenga el camino más fácil y no haya excusas para acompañar al que hace su último paseo.
     Altos, elegantes, oscuros, discretos, solemnes y silenciosos, los cipreses nos recuerdan que hay que mantenerse firmes hasta el momento final, con la cabeza alta; incluso a aquellos que no supieron mantenerla alta en vida. Porque la muerte es lo único que nos da consciencia y conciencia de estar vivos. Como el negro permite la existencia del blanco, y la noche del día. Son callados testigos del paso del tiempo y de la gente. Testigos de cientos de cortejos, de las charlas y chismes que los acompañan entre susurros, de infidelidades, rencillas, venganzas, juramentos eternos, sufrimientos y alegrías, alivios y desesperanzas, lutos negros y lutos en el alma, inocencias y mojigaterías. Testigos de la pobreza del jornalero vestido de blanco pino sin lacar y de la riqueza del señorito del casino disfrazado de nobles maderas.
     Testigos de que, al final, el camino es el mismo para todos. De que ellos, los cipreses, reciben y acompañan a todos por igual, a su última morada mortal, mientras una curiosa, a través de la ventanilla de un coche, se pregunta cuántos cipreses le esperarán en su último viaje.

Comentarios

  1. Si todos pensáramos en lo que seremos al final de nuestra vida, el mundo sería distinto

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    1. Totalmente de acuerdo con eso. Sobre todo, no cometeríamos muchos errores y le haríamos la vida más fácil a los demás. En fin. Gracias por tu comentario.

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  2. ¡ Qué bien escribes Amelia ! Un fuerte abrazo.

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    1. Viniendo de ti, es todo un honor que me lo digas. Un abrazo, amigo.

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