CÓMO AVANZA LA CIENCIA

"La tarde se presentaba como una más, triste, melancólica, convencional y sobre todo, gris. Podía haber sido negra, muy negra, o verde con olor a lavanda, o roja con olor a pasiflora. Pero no. Tenía que ser gris y tibia. Pero qué mas da. Que sea de un color u otro sólo dependía de él mismo pero... ¿por qué tenemos que elegir siempre el color de nuestras tardes? En realidad, no sabía por qué se molestaba; de cualquier forma, eso era lo que venía haciendo desde hacía mucho tiempo. Pero hoy el trabajo le parecía más fastidioso que nunca y hubiera dado cualquier cosa porque amaneciera el día de nuevo...
 
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Oscar la estaba esperando. No debía retrasarse si no quería oír de nuevo su voz llamándola a gritos desde el porche. Pero no podía remediar sentirse a disgusto cuando se trataba de esas horribles reuniones acompañadas de larguísimas y cargadas copas.
- Prométeme que hoy volveremos pronto a casa, le espetó Laura antes de subir al coche.
- Te lo prometo.
- Te lo digo en serio Oscar. No me apetece demasiado salir esta noche y sobre todo no me apetece aguantar una larga reunión hablando con esas pelmazas de peluquería y niños que moquean.
-          Ya te lo he dicho, no te preocupes.
-          Eso espero Oscar, murmuró Laura mientras se abrochaba el cinturón.
-          ¿Cómo dices?
-          Digo que nada, que no me preocuparé.
 
Qué podía hacer sino esperar que pasara el mal trago una vez más; beber algo, participar en conversaciones tan grises como aquellas tardes y fumar para no respirar ese ambiente tan viciado. Después, regresaría a casa más vacía de lo que salió e intentaría dormir para olvidar aquella lamentable pérdida de tiempo.
 
La velada no proporcionó ninguna sensación fuera de lo normal. Todo transcurrió tal y como Laura había pensado que sería. Verdaderamente era odioso. No había ocurrido nada, ni bueno, ni malo, simplemente nada. Si al menos hubiera tenido hijos, habría tenido la excusa de regresar antes a casa para cuidarlos o darles las buenas noches. Pero la vida ni siquiera le había ofrecido esa oportunidad y la idea de compartir casa y cama con Oscar ya hacía tiempo que la tenía más que asumida.
 
Mientras buscaba su camisón pensaba lo simple e insulsa que había sido su vida, al menos hasta ahora: una chica nacida y educada en la capital que decide ir a la universidad; finaliza sus estudios, participa activamente en la vida social y política de su entorno y se casa con un guapo, listo y, sobre todo, rico muchacho. Punto y seguido. Eso había quedado atrás. Ahora todo sucedía como en esos horribles melodramas de la televisión. Todo lo había dejado para ser esposa y madre ejemplar. No había podido ser madre y lo de ser esposa lo conseguía a duras penas. Punto y final. ¿Y su profesión? ¡maldita sea! No había vuelto a pensar en ella desde que se casó. Pero ¿por qué esta noche le asaltaban todas esas tonterías a la cabeza? Estaba cansada, quería dormir. Detenerse a pensar en todo este embrollo de su vida le producía malestar. Se conocía demasiado bien a sí misma y tenía miedo de ‘rehacer’ su vida, perdiendo esa relativa estabilidad social de la que actualmente disfrutaba. Los ronquidos de oscar le eran ya muy familiares pero esta noche, esta maldita noche gris, ese ruido le parecía más insoportable que de costumbre. ¿Y su madre? ¿qué sería de ella?. Hacía ya algunos meses que habían cambiado de casa y aún no había ido a visitarla. No sabía por qué se acordaba de ella; no se habían podido soportar nunca y, sin embargo, su imagen la perseguía por toda la habitación, sus pasos se oían por toda la casa.
 
Vio cómo su madre se le acercaba y le ofreció un pequeño objeto, un cubo, negro y brillante como de azabache pulido. Laura tendió su mano para tocarlo y éste desapareció. Su madre, entonces, empezó a reír. Lo hacía convulsivamente, como presa de un ataque de histeria. Cuando Laura levantó los ojos para mirarla, sólo pudo ver un negro velo que cubría el rostro de su madre. Angustiada, Laura despertó y a punto estuvo de caer de la cama. Tal vez un poco de agua la calmaría y podría dormir en paz de una vez.
 
Se dirigía a la cocina cuando, al pasar junto a la puerta del salón, vio la luz encendida. Se acercó a la puerta entreabierta y vio a Oscar sentado, teléfono en ristre y semblante de pocos amigos:
 
- No te preocupes cariño, es conferencia del extranjero, negocios, le sonrió Oscar mientras tapaba el auricular con su mano derecha. Sí, dígame... está bien, esperaré.
- Pero Oscar..., susurraba Laura,.... a estas horas...
- Laura, los negocios son negocios y no tienen horario fijo, bisbiseó el ejecutivo, y por lo que se ve tú tampoco los tienes, ¿qué haces levantada? Acuéstate, ya mismo subo. Bien, sólo podremos aguantar la operación dos días más, dígaselo a su jefe. Hasta entonces no volveré a llamar ¿entendido?...
 
Laura entreabrió los labios para contestar a su marido que estaba levantada porque iba a tomar un poco de agua a la cocina, porque había tenido una horrible pesadilla, porque había visto a su madre, porque..., y terminó mordiéndose esos mismos labios entreabiertos. ¿Cómo iba a darle Oscar importancia a esas cosas cuando en su matrimonio se estaba interponiendo una conferencia que a las tres y media de la mañana venía del otro lado del mundo?. Tal vez se lo contaría mañana, a la hora del desayuno. No estaba muy segura. De lo único que estaba segura era de que, una vez más, tendría que ponerle un color al día que ya se disponía a nacer.
 
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Verdaderamente no se había levantado tan bien, relajada y despierta como había pensado. Muy al contrario, tenía el cuerpo entumecido, pesado, como si hubiera estado trabajando toda la noche. De repente, recordó la pesadilla y a su madre. Sería conveniente llamarla un poco más tarde. Quizás se sentía así porque le pesaba la conciencia y hablar con su madre por teléfono, aunque sólo fueran cinco minutos, la descargaría un poco. Pero se sentía tan extraña que creyó más oportuno llamarla después de desayunar.
 
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Oscar era un buen chico. De aspecto agradable y bien parecido, lucía trajes de Yves Saint Laurent y trataba de ocultar sus incipientes canas con alguna que otra manita de L’Oreal. Tenía el andar algo cansado, mirada somnolienta y la tez clara.
 
Se había licenciado en Derecho hacía ya algunos años, pero nunca había pasado de ser un ‘picapleitos’. Quizás por eso había conseguido un trabajo como agente comercial de la Firstlux S.A. Más tarde, el tiempo y la suerte le consiguieron un puesto directivo en la compañía que, además, le daba derecho a algunas acciones de la empresa.
 
Era un buen marido. Nunca había maltratado a su mujer. La llevaba a pasear, la exhibía junto con sus trajes y su pitillera de plata cuando la ocasión lo requería. Por lo demás, la casa en la que vivían estaba a nombre de Laura (lo que era una deferencia de su parte y lo que demostraba lo buen marido que era) y, cuando se casaron, Oscar le había abierto una sustanciosa cuenta corriente para sus gastos personales y algún que otro capricho (lo que era la mayor de las deferencias). A cambio, ella le había jurado amor y fidelidad hasta que la muerte los separara (lo que tampoco era pedir tanto a cambio de una vida resuelta para siempre, joder). Tener un marido así podría resultar un poco aburrido, es cierto, pero Oscar opinaba que no todas las mujeres podían presumir de una posición social tan extremadamente buena.
 
La mayor parte de lo que tenían se lo debía a la Firstlux. Sin padres, al poco tiempo de ingresar en la compañía, se había aferrado a ella como a un clavo ardiente. Se dedicó plenamente a su trabajo; no le importó llevarse a casa papeles y más papeles que arreglar. No dudó en hacer de secretario particular para algún que otro jefecillo de sección. Sólo esperaba que ‘los peces gordos’ se fijaran en él como un chico listo, trabajador y honesto. Y así ocurrió y venía ocurriendo desde hacía ya algunos años.
  
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Si Laura hubiese tenido que explicar a qué se dedicaba exactamente la Firstlux, a donde su marido acudía puntualmente cada mañana a las 9, no habría encontrado las palabras necesarias. La Firstlux tenía en nómina a todo un equipo amplio y complejo, de científicos que iban y venían bajo los sótanos  de las instalaciones de la empresa, fuera de la ciudad, y un lujoso edificio fuera de la misma.
 
Laura sabía que trabajaban regularmente en proyectos de investigación para la NASA, la Agencia Espacial Europea y algunos prestigiosos institutos y fundaciones de carácter privado. Cuando éstos  no disponían de tiempo o medios suficientes, encargaban estos proyectos a la Firstlux, que también contribuía a su financiación si era necesario. Esto era suficiente para justificar las interminables reuniones de Oscar, sus continuos viajes y las conferencias intercontinentales a las tres y media de la madrugada.
 
La Firstlux poseía oficinas en las principales ciudades del planeta, pero su sede principal estaba en Ginebra. Oscar aún no la había invitado a acompañarle, pero en realidad, sus estancias allí nunca se habían prolongado mucho. Quizá, en alguna ocasión organizaría la empresa una reunión anual a la que permitieran asistir a las esposas. De cualquier forma, viajar a Ginebra no era la mayor ilusión de su vida, por muy bonito que fuera el lago de esa ciudad. ¡Si ella con un fin de semana en un parador de la sierra ya se hubiera conformado! Pero... quien paga encarga la música. Y aquí a la orquesta le pagaba la Firstlux.
 
Un niño tropezó con ella en el parque sacándola de sus disquisiciones sobre la Firstlux, o sobre su vida, que al fin y al cabo venían a ser la misma cosa. El pequeño había ido a meterse justo debajo de ella, corriendo tras algo que Laura supuso sería un pequeño escarabajo de tierra o algún bicho parecido. Pero de no haber sido ágil con sus piernas, el pequeño la habría hecho caer rodando en la arena del parque infantil. Cuando recuperó la compostura una carita morena, con dos chispeantes ojos oscuros la miraban con esa mágica sonrisa de los bebés que el tiempo y los desengaños se encargarían de borrarle a cada paso que fuera dando en su vida. No debía tener más de año y medio o dos y su carita brillaba en el centro de aquel parque.
 
Por arte de esa sonrisa sus pensamientos pasaron de la jodida Firstlux a los hijos. Aquellos que no había podido tener y por los que ahora lloraba. Cuando pensaba en ellos casi siempre lo hacía de forma egoísta. Hubiera sido genial estar más acompañada. Pero hoy, al ver esa carita morena, la había embargado una maternidad frustrada; un negro vacío en su corazón se apoderó de su cuerpo entero, provocándole un nudo en la garganta que amenazó con desatarse y salir corriendo en forma de húmeda cascada por sus ojos".
 
 
Y en este punto, terminó mi proyecto de novela, titulada "Regresaré del paraíso", aspirante a best-seller, hace ya de esto casi veinte años. Veinte largos años que se han pasado en un suspiro y que padecen de sobrepeso de vez en cuando. Veinte años a los que, de vez en cuando, pongo a dieta de pan y agua para que no terminen aplastándome por su propio peso.
Suele ocurrirme que no acabo lo empiezo. Insatisfacción, aburrimiento, pesimismo, decepción,... no sé, mil cosas. Pero el jodido proyecto de novela prometía. La puñetera compañía Firstlux S.A de mi novela se dedicaba en realidad a la clonación de seres humanos. Pero mi manía de aplazarlo todo, mi Scarlett O’Hara interior, me llevaron a dejar aparcado mi best-seller mientras me documentaba exhaustivamente. Porque un buen escritor debe documentarse exhaustivamente si de verdad quiere escribir un libro como dios manda. Porque, de lo contrario, puede acabar como cronista oficial de su pueblo o, en el mejor de los casos, como columnista político del diario de turno, que no sé que es peor. Aunque, sinceramente, yo prefiero la Historia a la Política. Al menos, la Historia la hacen los hombres y mujeres de un país; la Política sus abortos.
Pero, como decía, si el tema de la clonación, en mi novela, podía resultar una ‘bomba’, un éxito editorial, mi ‘nohayquetenerprisasparanada’ permitió que a lo largo de los años, una puta oveja, que ni era negra y que para colmo se llamaba ‘Dolly’ (¡pena que la Streissand no les metiera una demanda a la oveja y al puto científico que la parió, perdón, clonó!) diera al traste con la médula de mi novela, dejándola así parapléjica de por vida. Y es que, como dice el castizo, ‘la ciencia avanza que es una barbaridad. O como diría Torrente, ‘eg queeee está el barrio que da agco’. O como digo yo después de veinte años ‘me cago en la puta oveja que me ha jodido la novela y que resulta que la pobre sufre ahora de envejecimiento celular’. Que hay que joderse encima.

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