DE TAXIS Y ESQUIZOFRENIAS
Su historia no tiene nada de particular. Conduce un taxi en Madrid desde hace años. Menudo, moreno, cejas pobladas, ojos vivarachos con ramalazos de melancolía; es de los que hablan mirándote a la cara por el retrovisor sin perder ripio en el infernal tráfico de Madrid. La voz no le acompaña, más propia de metro noventa que de metro setenta que es lo que tiene en realidad. Se ofrece raudo a coger la pequeña maleta que llevo para un finde (no sin mi neceser de chapa y pintura), y me dejo hacer porque el tipejo me ha caído bien. Hasta Atocha, 10 o 15 minutos máximo (pesadita estoy últimamente midiendo el tiempo, oñe; me lo haré mirar). Enfilamos la calle Alcalá dirección Manuel Becerra. Operarios trabajando en el carril bus reponiendo los bolardos de separación que alguien, durante la noche, se ha llevado por delante. O al menos eso dice mi taxista, después de que yo haya criticado a la Empresa Municipal de Transportes de Madrid (EMT) por ponerse con las puñeteras reparacione